TREINTA AÑOS HACIENDO PRESSING
El pasado 6 de abril Julio Humberto Grondona cumplió tres décadas continuadas al frente cargo del Ministerio de la Pelota y sin sombras a la vista, aunque, eso sí, como es lógico, con varias borrascas capeadas. De Videla a Kitscher, una docena de presidentes de la república en su haber es algo que se debe tener en cuenta, le guste a quien le guste, Dos títulos mundiales, el juvenil en 1979 y de mayores en 1986, un subcampeonato del mismo tenor en el siguiente, Italia 90, cantidad inumerable de trofeos, unos balances todos con superávits dan una cuenta más o menos aproximada de por qué semejante califato ininterrumpido, sin rivales a la vista. No hay que actuar con mala fe y agregarle que sin tragedias, como otros colegas suyos antaño, tiene sobre sus hombros una cifra que va para los 180 muertos en canchas y aledaños, más cinco leyes especiales al respecto y una que se está tratando actualmente en el Congreso.
Es nacido en Crucesita, pago de Sarandí, partido de Avellaneda, el 18 de setiembre de 1931, al año de la llegada al poder de Uriburu y tres lustros antes de la fundación de la precursora de la AFA, hija de la original Argentine Association Football League (AAFL), fundada el 21 de febrero de 1893 en una casona de la calle Venezuela al 1200, a instancias del docente escocés y masón, padre del fútbol argentino, Alexander Watson Hutton. Nada de eso fue obstáculo para que en 1993, tirando la casa por la ventana, se mandara un nuevo potlash acorde al gran potlash por excelencia que es el fútbol, el supuesto primer siglo de la AFA. Con el desparpajo, la insolencia y vacimiento intelectual sistemático que caracteriza no sólo al periodismo actual, el suplemento dominical VIVA, del todopoderoso Clarín, tituló la edición correspondiente: CIEN AÑOS DE PASION ORGANIZADA. ¡Sic! Se deja para entendidos en egiptología cómo se puede organizar a la pasión y que ésta siga siendo lo que dicen que es. A Grondona, a todo esto, le importa un pito. A los gustos hay que dárselos en vida. Si no, ahí está la canchita de cemento del Arsenal Fútbol Club que fundara en 1957 con su nombre. Un monumento en vida. Nada de estatuas o bustos que no sirven para un jorcara, salvo para que los bosteen las palomas. Es-ta-dios. Moles de cemento para celebrar los máximos ritos metropolitanos de la proeza y la muerte, como diagnosticara Lewis Munford.
Crucesita, sobre la avenida Mitre, el viejo Camino Real, Avellaneda y Sarandí, un enclave al pie del ramal del viejo Roca para formaciones de cargas, y recostado sobre el doque, nunca fue lo que se dice tierra de pensadores y filósofos. Los almacenes de ramos generales, cancha de bochas y bailongos, si bien querían mostrar cierto parentezco con la materia prima amada por Borges, jamás ni siquiera le llamó la atención. Ahora, eso sí, en cualquier bolichón, al advenedizo le daban tres puñaladas de ventaja y perdía. Con el fondo de flautas, fueyes y guitarras nunca bien templadas, en medio de la polvareda, se tiraba una papa al aire y llegaba al suelo perfectamente pelada. Los Grondona, Julio y Héctor, no se criaron en un ambiente british school, como ironiza en una canción Rafael Amor. Todo lo contrario. Aunque en plena juventud les brote del fondo del alma su íntima admiración por la clase dominante y lo dejen patentizado en una obra de su cuño como es un club totalmente tocayo del que está en tierras de Su Majestad inglesa.
De familia radical, más de Alvear que del Peludo, aunque las ocasiones obligaran a camuflarse como es patriótica costumbre, Julio Humberto siguió la huella de su padre, dueño de una ferretería y corralón de materiales, un negocio siempre próspero, y las inquietudes futboleras rumberaron para el rojiblanco de sus tempranas pasiones radichetas, como era el Independiente regenteado por el caudillo Herminio Sande después del golpe del '30, y no para La Academia cajetilla de los Barceló, Gardel, Fresco y después Perón, Galtieri y ahora Kitchner. Piadosamente se omite que fueron los radicales, al ser ni siquiera destituídos sino desbancados por un desfile a carroza descubierta, embretados por la corrupción a rolete y un diario especial, de un solo ejemplar, para uso oficial y exclusivo de Su Excelencia, acompañada en un trotecito por el entonces capitancito con su sonrisa dentífrica ya a flor de labios, los que al ver prohibida la actividad política por el intento fachistón, se refugiaron en los clubes de fútbol, hasta donde llevaron todos los mejores vicios del comité: copar las asambleas a piñas por patotas que respondían a sus mandos naturales, pago en especies con talonarios de entradas gratis para regalar a los amigos o hacerse de unos manguitos al 50% y sostener perversamente lo que era llamado con el eufemismo tan nacional y popular de amauterismo marrón: los players o sportman jugaban por deporte, pero adentro de las cajitas de fósforos con gomitas, después del match y de traspirar la casaca sobre el green del field, venían los canarios de la paga.
Con semejante maestro y modelo de vida, el joven y promisorio Julio transcurrió toda su mocedad al amparo de la Primera Década Infame, no sin dejar poner de manifiesto dotes propias. Pero no había espacio para tentar una iniciativa privada más allá del próspero boliche paterno de clavos, tornillos, arena y bolsas de cal. Don Herminio y su aparato de punteros tenía copado el negocio de reclutar borregos talentosos en amasar la pelota con la planta del pie y vendérselos con un futuro promisorio a los clubes grandes. Otra vez con el manto humillante de la supuesta obra de bien, hay algunos que todavía los siguen llamando semilleros, cuando en realidad se trata de cabañas para la crianza y desarrollo del ganado de dos pies. Como sin para nada tomar en cuenta a Borges, Avellaneda también es un jardín de senderos que se bifurcan, aunque pedestremente en el sentido ferroviario, ya que allí se abren los desvíos a Temperley y Quilmes, por lo que Sande y los suyos tenían tenían sentados reales en los clubes de mala muerte del ramal que termina en Mar del Plata. Es ocioso y gastar espacio en tratar de hacer un inventario mínimo de listado de figuras de primera línea, incluso internacionales, que surgieron de esos potreritos apenas si con arcos, qué alambrado olímpico ni ocho cuartos, redes con unos buracos que en cualquier descuido pasaba la pelota con arquero y todo. Si alguien quiere por lo menos algunos botones de muestra, en esa década del 50, de Arsenal de Lavallol salieron Humberto Dionisio Maschio, Vladislao Cap y Angel Clemente Rojas, (a) Rojitas. ¿Alcanza? El de los Grondona, en 1957, el mismo año de la fundación de su club a imagen y semejanza, lanzó a Antonio Valentín Angelillo.
El caso es que en ese agujero negro en la capa de ozono de la cultural popular argentina, entre la infame nube de Chernobyl en base a goles, formaciones, récords al pedo y otras vituallas, la historia social del fútbol apenas si es rozada, hay que sacarla a los tirones o colegirla. Geopolítica hablando, aunque a algunos les suene a descabellado, entre Avellaneda y Quilmes, había un territorio de nadie que estaba esperando la aparición de algún emprendedor visionario. Entre ellos estuvo el veinteañero Julio Humberto y un puñado de vecinos de Crucesita y Sarandí, que en enero de 1957 se les dio por fundar el Arsenal Fútbol Club, desde el nombre nomás con un tufillo británicamente insoportable, pero el original, en la metrópoli trasatlántica, estaba haciendo un campañón y nadie puede negar el apego que tiene el exitismo en la Argentina, máxime en el fútbol. El peronismo y su anglofobia, a todo esto, estaban stand bye.
Los colores, en el guitarreo de práctica en la materia, aseguran que el azul claro del fondo es por el Racing de Avellaneda y que la banda roja cruzada, al mejor estilo River, es por Independiente. La heráldica muestra en el cuarto superior izquierdo, sobre la franja, una democrática Nº 5 pero no la tradicional de 18 gajos casi rectangulares, sino la más moderna de gajos pentagonales, y en el de abajo, un torre feudal. No es necesaria la epistomología para sacar una conclusión tan veloz como contundente. Muchos años después, el uruguayo Horacio Ferrer, en un poema sobre Aníbal Troilo, daría cuenta de la existencia de "una aristocracia arrabalera". Una de las característica de la aristocracia sin apellidos, entre otras, es el carácter sanguíneo y hereditario de la pertenencia. Veáse el árbol genealógico de los Grondona, con Humberto Jr. en la presidencia de Arsenal, DT de varios equipos y adosado a la mafia rusa pos caída del Muro de Berlín, también en el fútbol, para tener por lo menos la punta del ovillo. La característica de intocable, como la Copa, hace que la feligresía omita la característica genéticamente feudal del dichoso balompié.
La historia oficial del Arsenal de los Grondona muestra huecos y aberraciones de variado calibre. Por lo pronto, como es lógico, omite que Julio Humberto, además del primer presidente, fue el primer jefe de las entonces llamadas barras fuertes que a partir del año siguiente empezarían a embravecerse, oficializarse, profesionalizarse e institucionalizarse. Con él a poco de encaramarse en el sitial más alto de Viamonte al 1300, comenzaría una catarata de hechos fatales en tribunas y alrededores que ya superan con holgura los 250, según quién haga el inventario, cuando en el período 1924-1957, con una tragedia en el Monumental que se puede llamar de la Puerta 11 para no meterse en lodazales, y 9 muertes a cuestas, tuvo un total de 13. En este caso las estadísticas son letales y mucho, mucho más peligrosos que los cuchilleros de Crucesita, que peleaban de a uno y con el poncho o el saco enrrollado en el brazo izquierdo, todo lo contrario del enjambre de abejas africanas que suele caracterizar el modus operandi del ataque barrabrava.
Hoy ya en primera división, con algún que otro título internacional de los que se juegan a rolete para satisfacer las necesidades televisivas, el club tiene su sitio oficial en la web, como no podía ser de otra manera, y en la parte histórica se manda de arranque algo más que un furcio. Una adulteración que los deja a contramano y vuelve a mostrar la tendencia vaciadora, tergiversadora de lo que Cristhian Bromberger llama la macdonalización de la cultura imperante en el planeta. Dice lo siguiente y sin ponerse ni azules ni colorados: "El año 1957 amaneció con la República Argentina gobernada por el General Aramburu, (todavía faltaba un año para que los argentinos volvieran a votar, en unas elecciones en las que se impondría el voto en blanco, pero que llevarían a Frondizi a la presidencia)." Dejando de lado pendejerías exquisitas como la irrespetuosidad típica de la doble puntuación, que tiene en la coma-apertura de paréntesis su lugar más trajinado, ya imperante prepo por la analfabetización imperante en los medios masivos o la cursi licencia poética que los años amanecen, el licuifado país gobernado por Aramburu, con algún que otro fusilamiento y masacre que mejor pasar por alto, pero gracias a Dios, argentino y se ve que hincha de Arsenal de Sarandí, al año siguiente Arturo Frondizi, el Rey del Panquecazo, ahora súbitamente reivindicado en medio del aquelarre kitchenerista, resultaría electo para el sillón de Rivadavia por la Ley Sáenz Peña. Eso sí, detrás de los votos en blanco del peronismo proscripto. (Ver el sitio en vivo y en directo y convencerse por cuenta propia del zapallazo.)
Y a esto no se lo puede dejar pasar impune. Hay más de una docena de sitios en Internet con los guarismos de todas las elecciones, voto por voto, más allá de análisis, lecturas y conjeturas. El 23 de febrero de 1958, la UCRI que llevó a la fórmula Frondizi-Gómez, apoyada por el peronismo gracias al pacto secreto celebrado en Caracas con Octavio Frigerio, consiguió bastante más que 4 millones de votos, lo secundó la UCRP de los Grondona con el binomio Balbín-Del Castillo y unos 2,6 millones de sufragios, tercereando los porfiados e irremibles peronistas que le dieron anárquica y porfiadamente al voto en blanco con 0,8 del millón. (Comprobar in situ.) Mimetizar de esta manera grosera dos elecciones presidenciales, previo golpe de estado intermedio, con la que consagró al médico rural cordobés Arturo Illia con el 27% de los votos, en 1963, segundeando lejos, ahora sí, al displinado voto en blanco peronista, que se llevó más del 35%, es, por lo menos, ligereza en la información. Puede ser algo más, pero se está hablando de fútbol, que como todo el mundo sabe no tiene nada que ver con la política, por lo que se deja para el misterio esta paupérrima y licuifadora intromisión de los seguidores de los Grondona en la materia.
A pesar de que en los últimos años del califato de Julio Humberto en la AFA y en la FIFA, donde a la sombra de Joao Havelange y suplantando almirante Carlos Lacoste, factótum no reconocido del título mundial de 1978, y hasta presidente de la república gracias a la redonda, para el hijo del ferretero de Crucesita el football o soccer de la entonces Madre Patria siempre fue un negocio más redondo que la pelota. No fácil, por cierto, porque en más de una ocasión a los escollos los barrió a piñas, puteadas sin escatimar y en el cénit de su ascenso adelantarse en décadas a la economía kitchnerista al convertir a La Caja en fuente de toda razón y justicia. Pero no se puede negar que los treinta años al frente del Ministerio de la Pelota son una ganga al lado del puesto que ocupa en la sede la FIFA, en Ginebra, al lado del lago, en plácida, más que plácida pueblerina ciudad que supo tener entre sus vecinos a Italo Calvino y Juan Jacobo Rousseau y están enterrados Alberto Ginastera y el ya algo citado Jorge Luis Borges: presidencia de la Comisión de Finanzas y el Consejo de Mercadotecnia y Televisión. (Ir a una reseña muy poco turística, menos que menos futbolera, sobre el lugar.)
Desde un comienzo el fino olfato comercial de perdiguero, seguramente heredado, llevó a la dupla Arsenal de Sarandí-Grondona a aliarse en los negocios con el viejo masón british del Quilmes Atlético Club, unos vecinos también aislados geopolícamente y viviendo de sus viejas glorias de ser el decano y uno de los fundadores de la primer Ligue of Football, de la mano del Gran Maestro Grado 33 Watson Hutton, junto al Caledonian, Lomas y otros desparecidos, pero donde no estaban ni Boca ni River, menos Independiente y Racing. Como los de Sarandí no llegarían a jugar oficialmente hasta 1961, necesitaban una escala técnica para foguear a los pichones y ya negociarlos listos para debutar, luego de una o dos temporadas en esa estación intermedia por lo común en la entonces llamada Primera B. El entente sigue a tal punto que el brazo derecho actual es el abogado peronista José Luis Meizner, en algún momento presidente del club cervecero y rumoreado como heredero cuando en algún momento del 2008 las alcahueterías circulantes dieron como un hecho inminente el golpe de estado proveniente de la Rosada contra el hombre de Sarandí, un patrocinio que tenía en la cabeza al ex barra velezano Raúl Gámez, (a) Pistola, simpre hombre de riñón alfonsonista, y el ex comunista Carlos Heller, el hombre fuerte de la banca cooperativista, ex vicepresidente de Boca y en la actualidad periférico del kitchnerismo en el cascajo institucional denominado Ciudad Autónoma. El personaje que en su momento fue el nexo del negocio del tráfico de hombres preadolescentes, sobre todo, sigue siendo uno de los más célebres e ignorados, sólo recordado públicamente por dos agradecidos de sus servicios como Roberto Perfumo y Daniel Bertoni: el Gordo Díaz. Una especie de adelantado a los verdaderos colectivos a la hora pico que ahora pululan con émulos de Settimio Aloisio o Guillotes Cópola, ni qué hablar de los Gustavo Mascardi & Co. Eran otras épocas y éstos no surgieron por generación espontánea. Ni va a ser casualidad, talento personal y otras cualidades apartes, que Julio Humberto haya llegado a ser quien sea si al año siguiente de instalar en Sarandí su maxiquiosquito del cuentapropismo futbolero, que popes de la talla de Alberto J. Armando, Antonio Vespucio Liberti y Valentín Suárez no implantaran precursoramente en el micromundo del fútbol la economía social de mercado que el capitán ingeniero (RE) Alvaro Alsogaray, eterno ministro de Economía ya en épocas de Aramburu y ss., para aggiornarse con lo que ya sucedía en Europa, y que las viejas instituciones civiles sin fines de lucro, al decir de quien fuera titular también durante tres década de Penal I en Derecho y Delincuencia Infanto Juvenil en la UBA, doctor Jorge Moras Mon, pasaran a ser, como las encuadró en 1984, simples sociedades anónimas que protegen el accionar de asociaciones ilícitas.
La oscuridad y medios tonos que rodea la biografía de Julio Humberto no debe ser obstáculo para dejar señalado que personifica uno de los fenómenos de despersonalización más escasos en el mundo cultural del fútbol, generador de cultura de masas sin igual y paradigma mismo del capitalismo. Se trata de abandonar a los colores primarios de referencia, como Independiente, buscar su propia identidad, algo hasta ahí que podría ser visto como valioso, y cuando la billetera así lo indique, volver al club de sus amores primeros, encaramarse en la presidencia y a los tres años, aunque sea a los trompezones y lejos de gozar de todas las simpatías del mandamás Lacoste apostarse en el sillón real de la presidencia de Viamonte al 1300. Este fenómeno de transfuguismo en la identidad futbolera, presente en sólo el 2% de las huestes según algunas investigaciones de campo brasileñas dignas de crédito, no debe ser tomado como juicio de valor y sí en la línea de cómo en la Argentina el microcosmos fútbol viene precediendo a los hechos del macrocosmos nacional, algo que el autor de esta bitácora viene silenciosamente sosteniendo desde 1982 y que a partir de la Segunda Década Infame inaugurada en los ahora famosos 90, se sostiene desde más de una cátedra de la UBA y alrededores, con el detalle que estos pungas académicos omiten poner comillas o hacer citas al pie, total la clientela de la estudiantina viene cada vez cultural y bibliográficamente más eviscerada, sobre todo gracias a las bondades del sostén de este trabajo.
Alguna vez se dijo y se sostuvo hasta el hartazgo que una de las cualidades más nocivas del fútbol es futbolizar todo lo que toca. No puede ser de otra manera: es una religión monoteísta sólo apta para fundamentalistas a todo trance. El intento de acercamiento o explicación del rol social de un personaje como Julio Humberto Grondona produce sólo la exaltación o la denigración. O prohombre o basura. Para quien ha contado con el privilegio de asistir a considerandos sobre el tema en la respectiva Radio Pasillo de altos escaños del Poder se puede tener un escalofriante testimonio del tema. Como también un clavo de techo que el fútbol es genética e irremisiblmente feudal, antidemocrático e irracional, funcional al poder de turno, no importa los colores y valores, sobre todo a despecho de las legiones y legiones de los babiecas progres que se vienen reproduciendo cariocinéticamente y que practican, con un entusiasmo digno de mejores causas, el Deporte de la Opinología al cuete y sin fundamentos. Desde este punto de vista, corriendo todos los riesgos del reduccionismo, los treinta años de Julio Humberto al frente del Ministerio de la Pelota hablan mucho y mejor del orden natural de la Argentina como la Provincias Unidas del Sud y el sistema unitario imperante a pesar de la fútil y trajinada Constitución presuntamente federal y por eso tan vapuleada y reformada, cosa de empeorarla cada vez más con todo entusiasmo. Los estatutos vigentes, sobre todo en lo que hace al fichaje de nuevos valores, violan derechos humanos con toda alegría y borran con el codo tratados al respecto que el país firmó con la mano, particularmente a lo que a lo que hace a los niños, porque quedaba bien y estaban las cámaras de tevé. Los llamados Dormis con que cuenta todo club que aspira a cumplir el ciclo completo del capitalismo completo no dejan mucho que desear: no resisten una inspección de cualquier municipalidad, mejor ni hablar si alguna vez hicieran su aparición los magistrados del fuero de menores. Decir que sus estamentos lo convierten en una estancia es una total falta de respeto a lo más conservador de la Sociedad Rural Argentina, de lejos más democrática y ni hablemos si se es un animal de raza y se lleva alguna cucarda de la tradicional muestra anual.
Algunas versiones lo dan propietario a don Julio, a través de un testaferro, de una de las muy ponderadas residencias de la orilla del Lago di Cuomo, tan cerca de Ginebra para un hombre ya francamente podrido de la vida impersonal de los 5 Estrellas. Nadie lo ha comprobado ni se ha preocupado en hacerlo. Sí que tiene un modestito chalet en La Brava, a un paso de la impresionante mansión de Emir Yoma, con quien han sido socios en varios negocios (ne-go-cios, no negociados) inmobiliarios de envergadura en el viejo Puerto Unico. El, a sus asuntos personales, los sigue atendiendo en el cuchitril de una estación de servicio de uno de sus hijos, en Avellaneda. Parece tener grabado a fuego en el alma el lema que está escrito en el chevalier del meñique de su mano derecha: Todo pasa. Algunos hechos, como la presidencia de la AFA, se debe reconocer, tardan un poco más en hacerlo. Pero también va a pasar...
En 1979, tercereando cómodo en las preferencias de Carlos Lacoste, vio pacientemente cómo se caían sus antecesores del podio y por unanimidad accedió a titular. Jamás se metió en temas ríspidos como festejar en 1993 un centenario inexistente en tanto AFA y sí de una liga cualunque, para colmo en inglés y donde hasta el loro era un hereje masón. Por más optimismo que practique esperar hasta el 2046 para festejar el verdadero siglo evidentemente no le daban el cuero nik las cuentas. Menos para explicar, salvo el nombre, cuál fue el cambio cualitativo esencial, de liga a asociación, como no sea el amarillo total del fondo del nuevo escudo, todo orlado de triunfales y verdes laureles siempre frescos, apenas cruzado por una famélica banderita argentina. En otros términos, los colores vaticanos que anunciaban en 1946, con la llegada del pollo de Roma al sillón de Rivadavia, que en el fútbol y en la enseñanza pública no quedaban ni señales de la puerca masonería. Hubiera sido meterse en camisa de once varas. Máxime para un radical donde desde los colores partidarios rojiblanco, justo igualitos a los de las famosas escapelas que en realidad repartieron French y Berutti en la Plaza Mayor de los albores patrios, y la militancia de sus fundadores, empezando por el mítico Leandro N. Alem.
El dogma irreductible, incluso para la masonería, es que el deporte, el fútbol en particular, no tiene nada que ver con la política, aunque la mayoría de los picaditos suculentos del Poder imperante se jueguen en las Comisiones Directivas y los palcos oficiales. La plebe que paga para entretenerse con el espectáculo debe creer eso y San Seacabó, una deidad menor que no se sabe si pertenece a la iconografía católica o a la Gran Logia. Da lo mismo. En la presidencia de Independiente estuvo en barbecho durante el trienio 1976-79, cuando en el país se encapuchaba a destejo. Pasada la patriótica limpieza, aunque no como candidato mimado, entró con el pie derecho. Del 7 de abril de aquel año en que ni tuvo que jurar por los Santos Evangelios o que la Patria se lo demande, al 9 de setiembre de 1979 pasaron cinco meses y los pibes que preparó esmeradamente un maestro de geneaciones como Ernesto Duchini y aprovechó el surfismo triunfalista de César Menotti ganaron el campeonato mundial en Japón, un padrino pelado donde José María Muñoz se hizo un festín y puso al presidente de Quilmes, doctor Julio Casanello, futuro intendente por los radicales procesistas de García Puente, en línea directa con Jorge Rafael Videla, a la sazón todavía en Olivos por la diferencia horaria, y en el retorno desde Ezeiza una rata colectiva organizada por Radio Rivadavia en tándem con la Radio Mitre y Julio Lagos tapó y disolvió la larga cola en la avenida de Mayo, frente al edificio de la OEA, con los familiares de desaparecidos que iban a asentar la denuncia que entre los suyos faltaba uno y ver si podían por fin saber algo gracias a la solidaridad internacional. Ante el requerimiento popular de la muchachada, motivada por señores morochos de bigotitos, pelo cortito y anteojos negros con apenas una montura de metal, uno de los sobacos inflados como si tuvieran golondrinos, el pobre Videla no tuvo más remedio que salir al balcón de Perón y echarse unos saluditos. La troika se completaría cuando el morocho peruano Rudolfo Manso, en Vélez Sarsfield aparentemente como parte de pago del 6-0 del año anterior en Rosario, en una noche de copas en una cantina, incentivado por el vino que generosamente le servía el ex campeón argentino de box Jorge Fernández, militante peronista y mutualista de su profesión, a la sazón ayudante (¡¿?!) de campo en el club, confesó en voz alta las 30 lucas verdes con que las autoridades argentinas los habían obsequiado para ir a menos en la jornada que jamás dejará de ser una mácula. Pasada la esbornia, las pobres luces del pobre Rudolfo fueron suficientes para entender que estaba muerto en vida. Tuvo que ir hasta la AFA para que en un sepelio en vivo y en directo, junto al circunspecto y muy serio Julio Humberto Grondona, ante las cámaras de tevé y un periodismo siempre dispuesto a testimoniar la historia firmara un acta donde no sólo cantaba la palinodia y juraba por todos los santos del cielo, Dios padre, el Hijo y el Espíritu Santo que todo había sido un infame invento de cierto periodismo, pero al poco tiempo, de un shot en el tugets, aterrizó en su Perú natal donde 25 años después lo rescataría un documental, arrumbado en la miseria, empuñando con valor la carretilla y el escobillón de un barrendero en su pueblo natal de mala muerte, excluido por los suyos por traidor, asqueroso vendepatria y todo lo demás. ¿El 6-0 comprado para dejar afuera a Brasil y llegar a las finales y al primer título mundial? Faltaba más, viejo, con la honra nacional no se juega.
Los remezones de aquel sismo siguen hasta ahora en el genio y figura de otro personaje más que gris y oscuro que siempre ha girado en torno al apellido Grondona. En el por cierto no escaso delirio periodístico, poseedor de una inflamada imaginación, sobre todo para camuflar la verdad en el delirio, se llegó a decir que para lograr aquel resultado y pasar a la ronda final que nos llevaría a la Copa del Mundo, los carteles colombianos de la droga se habían puesto con 300 mil dólares. No hace mucho hizo su aparición un libro de un narco arrepentido donde aclara la chatarra de la especie hasta cierto punto porque reconoce la supuesta participación de un argentino, ligado al Cartel de Cali de los Rodríguez Orijuela, el negocio de la compraventa de jugadores y su amistad con el todopoderoso hombre con origen en una ferretería y un corralón de materiales de Sarandí, quien habría sido el encargado de hacer contacto con los dirigentes peruanos de fútbol y transar la operación. Se trata de Carlos Quieto, normalmente considerado como primo de Roberto El Negro Quieto, guerrillero de las FAR, detenido y aparentemente muerto en medio de un plácido y soleado almuerzo en la costa de Olivos. El último entusiasta que quiso dejar en una placa fotográfica la imagen inédita del personaje, a la luz del día, en pleno centro de Avellaneda, todavía se está recuperando de la golpiza que le propinaron el mencionado Quieto y sus guardaespaldas. Le tiene más tirria a esas maquinitas que la que dicen que le tenía Alfredo Yabrán y que le habría costado la vida y la incineración a José Luis Cabezas. En su momento fue lo suficientemente opacado el mar de fondo que trajo la transferencia del 6 racinguista Néstor Fabbri, a comienzos de la Segunda Década Infame, con un millón de dólares. La nunca bien ponderada magnificiencia argentina hizo que como el pase era para los narcos del América de Cali la documentación no tuviera mayores remilgos en los detalles. El escándolo terminó en la FIFA de Ginebra y Agricol de Bianchetti, un elector radical de Parque Patricios y fino abogado oficial de la AFA, cobró por lo menesteres 22 mil dólares limpios en condición de hnorarios profesionales. En la transacción estaba Carlos Quieto, tan oscuro para la vida pública como íntimo de los Grondona. Los merodeos por Sarandí, como también por el Defensa y Justicia de Florencio Varela, para el comentario común, no son un gran misterio. La catástrofe financiera de este último no fue obstáculo para que la generosidad del singular personaje les levantara una sede social de varios pisos en la avenida Montenegro, la principal de esa localidad desprendida como independiente de los viejos límites de Quilmes. También para algunos quedan tintineos entre los recursos genuinos y la sede de Arsenal, en Sarandí, sobre todo cuando para el marketing de la zona pusieron casi con ostentosa grosería un promocionado restorán de cuatro tenedores y con más promoción todavía, instalaciones para sacar a los chicos de la barriada de la calle y de la droga. En el libro Los cuatro jinetes del apocalipsis, del colombiano Fabio Castillo, sin nombrarlos específiciamente, se puntualiza con insistencia a "dos clubes argentinos de segunda división ligados al Cartel de Cali", sobre todo en lo que hace a mantener en actividad a los jugadores que no se pueden ubicar en el exterior y así reinsertar el dinero lavado del otro negocio por todo el mundo y en la división que sea.
Los alcances han llegado mucho más allá. Una organización como H.I.J.O.S., desde su sitio oficial, se vio obligado a salir al cruce debido a la existencia de un sosías, de otro Carlos Quieto también desparecido, hermano de Roberto, y confundido y mezclado con este otro, Colombia, la matufia con los peruanos en el 6-0. En este caso lo mejor es darse una vuelta por la fuente original. (Ver.)
Las relaciones con las barras bravas, la muerte y el violentismo futbolero es el trabajo digno de un orfebre más lo resbaloso de una anguila enjabonada. Con los milicos todavía con viento de cola, desde 1981 recibía en su despacho de Viamonte al 1300, sin juntar orines, como cualquier otro dirigente, al Negro Thompson, mandamás de la cervecera y hombre de confianza de su correligionario y presidente del club, el doctor Julio Casanello, hoy camarista en lo civil en los Tribunales de Quilmes, luego de su paso por el duhaldismo y la presidencia del Comité Olímpico, desde donde para renunciarlo le sacaron a relucir las facturas ya apolilladas de aquel entonces. Se trataba de la formación de una Súper Barra Brava no sólo para alentar a la selección de Menotti que en España hubiera tenido que refrendar los lauros del 78 sin tener que comprar partidos, pero fundamentalmente para pararles la mano a los montos y otros exiliados que con pancartas y otros actos públicos iban a aprovechar para sumarse a la infame campaña antiargentina que seguir afirmando, de la mano del impío comunismo internacional y su cohorte de idiotas útiles, que en el país había miles de desaparecidos, se torturaba gente, no había libertades públicas, etc. El generoso y noble emprendimiento encontró acogida en El Ferretero de Sarandí y salieron las recomendaciones para que los recibiera Lacoste, para que no dama que no escatima en donaciones como la viuda de Fortabat se pusiera para los gastos de traslado y estadía, otro tanto Coca Cola y Adidas a cargo de una indumentaria con los colores nacionales, cosa que a la hora de las roscas presumibles les permitiera identificar como un ejército una fuerza de choque ad hoc.
Lo de Malvinas pareció echar todo al suelo. Por lo menos que convino en que había que hacer un gesto público de devolver la guita recaudada y donarla para la causa patriótica, la cosa no estaba para patrocinando la agarrada a bollos entre los que en el fondo eran hijos de una misma madre, encima tirar plata para cruzar el océano y ver partidos de fútbol. La faramalla tuvo lugar a cabo con grandes anuncios. La partida en silencio de Los Muchachos rumbo a la Madre Patria se hizo en silencio, salvo que se cagaron a trompadas adentro del micro en la autopista Dellepiane. El centener y medio de periodistas acreditados detectaron perfectamente al grupo, sobre todo con alguien tan difícil de disimular como El Negro Thompson. Sin embargo, la fidealidad a la mano que les da de comer por encima de otro valor los hizo callarse la boca a coro como en la payasada patriótica del Mundial 66 en Londres y el affaire Rattín.
Un costalazo mayor, quizá el principal, fue consecuencia de esta cándida excursión. El líder cervecero, por cuestiones futboleras e internas del peronismo, no llamó a la singular selección tablonera a representantes nada menos que de Boca. La rendición de Puerto Argentino, la entrada a rodar de cadáveres en canchas y tribunas varias hizo que la gente del Abuelo, surgido de las 62 Organizaciones, clamara vendeta y la noche de Reyes, a tiro limpio, fue la batalla final en la Vuelta de Rocha. Oficialmente hubo dos muertos que la realidad dice que son tres, pero el nunca bien ponderado Poder Judicial bonaerense lo santificó como suicidado y así quedó. El principal imputado fue justamente El Negro, al que luego de no pocos meneos detuvieron y procesaron. En primera instancia salió absuelto y en el famoso chalet del club, al lado de la vieja canchita, se hizo una cena de homenaje y desgravio. Ya estaba en la presidencia José Luis Meizner, quien tuvo a su cargo la lectura de la sentida misiva enviada por Julio Humberto, quien disculpaba su lamentable ausencia por los consabidos compromisos contraídos con anterioridad. La juerga terminó como era de esperar porque a los peronistas se les dio por La Marchita, los gorilones se sintieron ofendidos y se retiraron, lo que fue coronado con la apelación del entonces fiscal de Cámara Norberto Quantín, que logró revocar la absolución de primera instancia y que le plantificaran 9 años por homicidio simple. Esta patinada del hombre que no había escatimado elogios y adjetivos para el hincha verdadero, para que es el basamiento firme del fútbol argentino, lo dejó medio a la intemperie y para el cachetazo. Pero sus innatadas cualidades de pies redondos no tardaron en ponerlo en posición erguida otra vez y en más de un centenar de ocasiones posteriores, con varias legislaciones especiales intermedias y al cuete como cenicero de moto, remiso a concurrir siquiera a las más inútiles reuniones oficiales de urgencia de los funcionarios con cada muerto tibio todavía, no ha abandonado su latiguillo oficial de que la violencia está en la sociedad y el fútbol es recipientario de males que no le pertenecen.
Lo mejor de todo es que trata de la ideología vigente y que de su inmaculada administración de fondos, siempre con balances positivos, jamás salió una chirola para tratar de investigar multidisciplinariamente de qué se trata la cosa. El Ministerio de la Pelota entiende de facto que se trata de una cosa del Estado y así como mira para otro lado a la hora del asunto de la falsificación sistemática de entradas, todos los fines de semana sigue dando talonarios gratis a los que van a morir o a cachiporrear y también matar y en la ventanilla de al lado paga los servicios adicionales a tanto por gorra para los que van por lo menos a reventar a palos, gasear, disuadir con balas de goma cuando no a perforar directamente con las 9mm. reglamentarias. La única preocupación es el suculento negocio de la tevé, por el que firmó hasta el 2014, en un mundo capitalista donde sobre todo en los arrabales, el ocio social no deja de crecer en forma alarmante y de alguna manera hay que entretener y tratar de parar para que no se desborde. Está dicho hasta el cansancio que el aburrimiento, el tedio insoportable de la exclusión y el desempleo es mucho peor que Carlos Marx & Co. En síntesis, ni su más acérrimo enemigo, con mala fe, podrá decir nunca que Grondona mandó a matar o insinuó algo parecido. Ahora quien diga lo contrario que alguna vez hizo algo concreto para evitar la violencia futbolera no sólo tiene que quererlo mucho.
Así y todo, el embate político más serio que tuvo El Hombre fue en las vísperas del Mundial 86 en México, donde desde la secretaría de Deportes que regenteaba el alfonsinista y fanático del Racing Club, Osvaldo Otero, hizo lo imposible para tumbar al médico peronista Carlos Salvador Bilardo, pollo de don Julio Humberto por encima de circunstanciales diferencias políticas. En la cruzada tuvo nada menos que el apoyo de todos los menotistas de Clarín, acantonados en la sección Deportes. Pero El Ferretero de Sarandí, como le gusta que lo llamen, no le soltó la mano ni entonces ni ahora. Encima se trajeron la segunda copa mundial, volvieron a fletar una Súper Barra Brava, esta vez al mando del Abuelo Barritta, el diputado boquense Carlos Bello, de la Coordinadora, a la vuelta le infiltró a Los Muchachos en el Salón Blanco de la Rosada y que salieran a saludar al balcón, ante el azoramiento y la cara de culo del gallego Alfonsín, bastante poco afecto a ese tipo de exteriorizaciones. Tal vez la única concesión, justamente por su irrestricta adhesión a Los Diablos Rojos de Avellaneda, haya sido llevar en el plantel al ídolo avellanense Ricardo Bochini, al que El Narigón hasta dejó jugar unos minutos con la celestiblanca para complacer al poder que en el palco oficial representaba el ministro Conrado Storani, cofundador de Renovación y Cambio.
Eso fue todo. El ex árbitro Teodoro Nitti también le tiró en su momento los perros con todo, hasta hipotecó su vivienda para desalojarlo democráticamente, y terminó yendo al pie, fundido, en la vía, para que su odiado rival sacara un mendrugo y le salvara el puchero con un puestito. La maestría en el manejo de La Caja para colmo tiene el reaseguro de Ginebra, donde su compadre Havelange lo puso desde el vamos a la sombra de Coca Cola y Adidas. Por lo tanto, así pierda Viamonte al 1300 va a seguir flotando como si fuera de telgopor y a los tumbos, pero erecto, como los muñecos de pie redondo, y la virtud nunca reconocida hasta ahora de tener un discípulo dilecto como Néstor Kitchner, para colmo hincha de La Academia. La demonización o idolatrización de un personaje como Julio Humberto es la típica racionalización argentina, la creencia legitimadora, que Grondona es lo que es no sólo por las no pocas virtudes que naturalmente le fueron dadas, más la experiencia, pero también por las exigencias y demandas de la legión de lameculos que lo siguen con la mano tendida por la dádiva. En otras palabras, al mismo tiempo que es como es, también nos representa y es lo que la mayoría, en las puteadas de la cocina, cuchicheando como buen personal de servicio, no le permite. Lo que nunca se va a poder medir es su verdadera grandeza; la legión de enanos que lo rodea hace perder toda dimensión.
El no muy paquete chevalier en el meñique de la mano derecha, con la inscripción Todo pasa, por encima de todo parece un talismán. Cuando el cielo se pone más negro y ya se viene el diluvio, Julio Humberto Grondona, el hijo dilecto de un barrio de taitas y matones como Crucesita, no sólo ni siquiera abre el paraguas. No usa.